jueves, 22 de abril de 2010

EL CABO LAUTARO

EL CABO LAUTARO.

Tanta, o más importancia que los hechos de armas, tienen en la guerra las vivencias diarias del guerrero. Es allí donde se teje la moral y el espíritu de cuerpo y combativo de las tropas, y donde surgen los sentimientos que fortalecen esos lazos eternos que unen a los combatientes.

Fue en la estación de Lima, cuando la tropa del regimiento se embarcó con destino a la sierra de Junín, que el Cabo Lautaro desapareció misteriosamente, lo que fue interpretado por los soldados como un signo de mal augurio, sembrando entre las cantineras, donde destacaba la esposa embarazada de un Sargento, las semillas de negros pensamientos.

Cuatro días tardó el ferrocarril en cubrir los más de cien kilómetros antes de arribar a la estación de Matucana, tiempo durante el cual se tejieron todo tipo de especulaciones sobre la extraña desaparición del Cabo.

Sin embargo, cuando ya el vivac estuvo instalado y la tropa descansaba, la aparición de una figura inconfundible que apareció en lontananza avanzando a tranco lento por la vía férrea alertó al campamento: sucio, flaco, sediento, cubierto de heridas, después de recorrer los cien kilómetros, y de buscar de pueblo en pueblo, irrumpió, en medio de la alegría de sus amos, el Cabo Lautaro, un hermoso mastín, mascota de la unidad.

Lautaro, nombre del regimiento al que había acompañado desde su fundación en Quillota y con el que había sido bautizado, había ganado sus jinetas de Cabo cuando cazó un zorro antes de comenzar la batalla del Campo de la Alianza, donde cayó herido alcanzado por una bala loca.

Pero...., los reglamentos son los reglamentos y, después de curarle las heridas recibidas en el trayecto desde Lima y de recobrar sus energías tras ser alimentado, el Cabo Lautaro fue arrestado, conducido hasta un calabozo habilitado y sometido sumariamente a una Corte Marcial, siguiendo todos los procedimientos de rigor, acusado de deserción.

El fiscal, como es usual en situación de guerra, pidió, mientras se paseaba con el ceño adusto y las manos entrelazadas en la espalda bajo la carpa donde funcionaba el tribunal, la pena de muerte para el acusado, en tanto el defensor intentaba conmover a los vocales aduciendo, como atenuantes del delito, el prolongado acuartelamiento en la capital peruana y la seducción que ejercían sobre las tropas las hermosas limeñas de ojos verdes.

Finalmente, tras algunas conversaciones en susurros entre los miembros del tribunal castrense, los argumentos de la defensa fueron acogidos, y la pena de muerte pedida por el fiscal fue cambiada por la degradación de Cabo a Soldado raso del acusado, a la aplicación de cincuenta varillazos conmutables por miles de caricias y por el regalo de una “tumba” suculenta, en medio del regocijo general de sus camaradas.

Con el tiempo, y gracias a sus múltiples hazañas en la sierra peruana, Lautaro recuperaría sus jinetas y sobreviviría a la guerra.

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