jueves, 22 de abril de 2010

¡DE CANTO, RENATO, DE CANTO!

¡DE CANTO, RENATO, DE CANTO!

Dice, quién me lo contó, que la anécdota ocurrió allá por los últimos años de los sesenta del que ya es el pasado siglo XX, en una pequeña y aislada guarnición militar lejana de los centros turísticos civilizados, donde el cine, el teatro, las galerías de arte y los centros culturales tan en boga en aquellos tiempos caracterizados por los cambios revolucionarios en todos los campos exponían a consideración de un público agobiado por el esnobismo sus obras de avanzada.

Tales expresiones artísticas, como es de suponer, no alcanzaban a llegar a la guarnición en cuestión sita en un pueblo con apenas algunas de sus calles céntricas asfaltadas, que, pese a todos los avances, la modernidad aún hoy no logra avasallar.

El circo; pobre me refiero; aquél de los carromatos arrastrados por famélicos jamelgos, el de las carpas parchadas y de los saltimbanquis que circulan por las callejuelas repartiendo volantes impresos llamando a la función acompañados de un megáfono anunciando, con la voz típica del payaso, la presencia de artistas “mundialmente” conocidos y de números ejecutados por extrañas criaturas.

El espectáculo naturalmente reunía a toda la población, gran parte de la cual se repetía las funciones una y otra vez, y en las que no estaban ausentes los oficiales del regimiento dispuestos a asistir a todo evento que rompiera con la monotonía imperante que alargaba los días y los hacía iguales unos a otros, sin llegar a distinguir los laborales de los domingos y festivos.

El día del debut era especial, pues a la población se unía la presencia de las autoridades encabezadas por el Alcalde, el Comandante de la unidad militar, el Juez, el Comisario, el Notario, el Agente del Banco, el Cura párroco, el Director del Hospital y uno que otro hacendado de renombre de la zona, quiénes daban al suceso carácter oficial con su asistencia.

El espectáculo siempre era el tema recurrente de las conversaciones, tema que se prolongaba por largo tiempo, por lo común hasta que otro suceso venía a reemplazarlo. Sin embargo, en ésta ocasión el inesperado incidente que relataré aún se recuerda y saca sonrisas pese a los largos años transcurridos.

Fue al mediodía de un domingo soleado de un patriótico septiembre, de aquellos embanderados y un cielo cubierto de volantines multicolores, cuando el “señor Corales” salió a la pista y avanzó hasta el centro para anunciar que comenzaba la función.

El elenco desfiló haciendo mariguanzas y contorsiones durante la presentación y luego, en medio de los aplausos, vino el acto de los payasos, enseguida el de los trapecistas, el de tigres y leones desdentados, las acrobacias del elefante, hasta llegar al número principal: el del poderoso y hercúleo enano sobre cuya cabeza, estrellándola violentamente, se podía romper una tabla de una pulgada de espesor.

El enano hincó una rodilla en el centro del ruedo y, aparatosamente, recorrió con la mirada al público al tiempo que doblaba los brazos hacia arriba y hacía surgir músculos de sus bíceps. Un redoble de tambor, similar al que en otros tiempos anunciaba una ejecución, acompañó a un corpulento payaso cuando se acercó hasta el menudo personaje y levantó la tabla con las dos manos. El redoble del tambor se intensificó y de improviso cesó cuando la tabla centelleó y cayó sobre la cabeza del enano rompiéndose en dos partes: un estruendoso aplauso coronó el acto mientras el pequeño actor recorría el perímetro de la pista saludando aparatosamente al público que no cesaba de celebrar la actuación.

Tres veces se repitió esta parte de la función con el mismo éxito, hasta que el silencio invadió el recinto cuando el señor Corales invitó a alguien del público a romper una tabla en la cabeza del enano para comprobar que en el acto no había trampa.

En el palco principal, tras las autoridades, la oficialidad del regimiento participaba del espectáculo, y en la última fila los más jóvenes, tenientes y subtenientes, disfrutaban como tales. Renato, que con los años alcanzaría el rango de general, era uno de aquellos jóvenes: quizás el más entusiasta por su extrovertido carácter.

- ¡Renato! ¡Tú, Renato! – corearon de inmediato todos los oficiales subalternos.

- ¡Que salga Renato! – repetían con insistencia.

Renato se paró de su asiento, hizo festivamente una reverencia y bajó a saltos la escalinata para ingresar a la pista.

Todo la escena preliminar se repitió: el redoble del tambor, la tabla en el aire sostenida con las dos manos por Renato, el pequeño inclinado con una rodilla en tierra y el público en tensión, conteniendo el aliento, a la espera del golpe. Fue en el momento, cuando el redoble se acrecentó y luego se detuvo para que la tabla descendiera y golpeara la cabeza del enano, que una voz rompió el silencio previo al epílogo: - ¡De canto, Renato! ¡De canto!

Y Renato, en la fracción de segundos que precede al golpe, giró en el aire la tabla y la dejó caer con fuerza, de canto, sobre la cabeza del diminuto personaje.

Como se comprenderá fue necesario dar por terminada la función mientras en una ambulancia rápidamente solicitada, escoltada por un furgón de Carabineros, el enano con una profunda herida abierta en su cabeza, de la que emanaba abundante sangre, era conducido velozmente al hospital.

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