Hoy día 7 de junio, un saludo fraterno y especial a los camaradas del Arma de Infantería, en el centésimo trigésimo aniversario del Asalto y Toma del Morro de Arica.
A continuación un pasaje de ese heroico capítulo de nuestra historia, extraído del libro "DE LA ARAUCANÍA A LA BREÑA".
EL MORRRO
Ilabaca, que había comenzado a cabecear, se sobresaltó cuando el “gringo” Harrington lo remeció suavemente.
- Ya, “don Poli”, la fiesta está por comenzar. Acaba de pasar mi Capitán Campos con la orden para que el 3º inicie el ataque – le susurró.
Ambos alertan al resto. La oscuridad le impide a Ilabaca ver la hora. Los minutos pasan lentamente, pero todos saben que los infantes ya avanzan y estrechan la distancia con sus objetivos. El silencio, que se mantiene, indica que las tropas no han sido descubiertas por los centinelas de los fuertes, mientras, sin ver absolutamente nada, los cazadores asidos a las bridas de sus caballos escudriñan en la negra oscuridad.
De pronto, un estampido acompañado de un relámpago que alumbra por una fracción de segundos la ladera sur-poniente les anuncia que el 4º ha sido descubierto por el enemigo del fuerte “Este”. Al estampido les siguen cientos de estampidos cuyos destellos brillan intermitentes en la oscuridad iluminando a los soldados que ascienden desplegados en guerrilla. A los disparos de los fusiles sigue el tronar de los cañones que estremece a la montaña y que el eco de las quebradas multiplica. Por el lado del “Ciudadela” el 3º, que ha descendido, desde la falda de la loma donde pasó la noche, a la hondonada arenosa, irrumpe respondiendo al llamado electrizante de los cornetas tocando calacuerda, confundido con los gritos de ¡Viva Chile!, de ¡A la carga! y del furibundo chivateo de las tropas trepando la ladera que enfrenta al fuerte, bajo el fuego continuo de las nutridas descargas de los fusiles enemigos. Uno de los primeros que es derribado con el pecho atravesado es el Capitán Tristán Chacón, que a los pocos minutos expira en los brazos de su asistente.
De un momento al otro al silencio sepulcral que invadía el Morro lo reemplaza el horroroso estruendo de las Baterías, el nutrido fuego de los fusiles, el sonido de las cornetas que tocan sin cesar, el estrépito de las minas explosionando ante la presión de las pisadas de los infantes, los ayes y los gemidos de dolor de los que caen, las imprecaciones de los que hieren y el ensordecedor griterío de los soldados que transforman las pacíficas laderas en un sangriento campo de batalla.
Entretanto la Batería de montaña del Capitán Fontecilla abre fuego sobre el Morro y las de campaña de Frías, de Montoya y del Mayor Salvo, protegiendo el avance del “Lautaro”, responden el que hacen los fuertes de la costa. El ronco rugir de los cañones hace temblar la tierra, convirtiendo el escenario en un infierno.
Comienza a aclarar e Ilabaca advierte que faltan cinco minutos para las seis cuando se escucha en el fuerte “Ciudadela” el toque de los cornetas ordenando ¡alto el fuego!
- ¡Cayó el “Ciudadela”! – exclama Froilán, seguido de los gritos de júbilo y de vivas a Chile de los cazadores.
- El “Buin” avanza para unirse al 3º y al 4º en demanda de la cumbre del Morro – anuncia Juvenal desenvainando el sable.
- ¡Pero el fuerte “Este” aún no cae, mí Teniente! – grita Froilán.
-Y hacia allá vamos ahora nosotros – le dice Ilabaca, asiendo con firmeza la empuñadura de su sable, siguiendo el ejemplo de Juvenal.
Los cornetas vuelven a tocar calacuerda. El “Buin” avanza a paso de carga a retaguardia para unirse al 3º. Novoa ordena pasar al galope. En el 4º se arma bayoneta y los soldados del 1er. Batallón se lanzan al ataque a la carrera sobre el fuerte “Este”, sin disparar un tiro, mientras el 2º Batallón ataca los cuatro reductos de la Lisera protegidos por trincheras, por el flanco sur hacia la costa. Los soldados cruzan los fosos, derrumban los sacos de arena rasgándolos con sus corvos, escalan los muros y penetran como una tromba en los reductos. La lucha en el interior de los bastiones es corta, cuerpo a cuerpo, pero tremendamente encarnizada, sin cuartel. Los cazadores a caballo siguen de cerca la irrupción de los infantes. El Capitán Villagrán, con la 2ª. Compañía del 1er. Batallón del 3º de Línea, penetra al fuerte por una de las esquinas cuando un disparo derriba al Subteniente Francisco Ahumada que trataba de proteger con su cuerpo a su amigo Juan Rafael Alamos. Otra bala, que le da en el brazo izquierdo, derriba al Subteniente Martín Bravo que cae junto a “Pancho”, su coterráneo. El Comandante del Batallón peruano Artesanos de Tacna, Teniente Coronel Marcelino Varela, de desploma con el vientre abierto de un bayonetazo a pocos pasos de donde yace Ahumada. Ayudados por su asistente, “Pancho” y Martín logran salir del fuerte. El Capitán Novoa envía al Cabo Caris con algunos jinetes en su auxilio pero una granada disparada desde el Morro hiere a Caris cuando se bajaba de su cabalgadura para socorrer a los oficiales. Ilabaca desmonta y corre hasta el lugar en que se encuentran sus amigos. Toda resistencia enemiga es inútil ante la superioridad numérica y el avance arrollador de los enfurecidos infantes y comienza la retirada dirigida por los jefes aliados hacia Morro Gordo. Los cadáveres se amontonan por doquier que se mire.
Fue en ese momento en el que, sorpresivamente, las voces de mando, el griterío y el estrépito del combate son apagadas por el espantoso estruendo de la explosión que estalla en la Santa Bárbara del fuerte “Ciudadela”, haciendo saltar el reducto en pedazos y destrozando por igual a defensores y atacantes en medio de una inmensa llamarada petrificando, por unos breves instantes, a los rabiosos combatientes; pero, de inmediato, viene furiosa la reacción.
- ¡Al Morro! ¡Al Morro! – gritan los soldados enardecidos y, sin esperar órdenes, se lanzan iracundos con las bayonetas en ristre sobre las trincheras y reductos enemigos que ascienden tras el fuerte hacia la cumbre, pese a los esfuerzos de algunos oficiales por detenerlos a la espera de la llegada de los buines a la primera línea para continuar el ataque en cumplimiento de lo planeado.
- Tranquilo, amigo mío – le dice Ilabaca a Ahumada, inclinándose a su lado tratando de calmarlo cuando éste intenta incorporarse para responder al llamado de los cornetas, mientras las balas cruzan en todas direcciones.
- Estoy bien, compadrito – balbucea “Pancho”, pero Ilabaca advierte que la herida es grave y trata de acomodarlo. La bala que lo tumbó le entró por el hombro derecho y le destrozó el omoplato.
- Y tú ¿cómo estás? – le pregunta Ilabaca a Martín, que está sentado a su lado.
- Me fregaron el brazo izquierdo, pero estoy bien – responde Bravo haciendo una mueca de dolor cuando Antenor ayudado por Vitaliano le aprieta el torniquete por sobre el codo, y añade -. Son bravos los peruanitos, “don Poli”. Se han defendido como leones.
Pronto, en el reducto “Este”, inundado por la sangre que corre a raudales por el suelo, y en su entorno, quedan sólo los cuerpos de los muertos, de los defensores y atacantes, regados por todas partes; algunos, en absurdas posiciones; unos, desgarrados por las bayonetas y los corvos, y otros, con el cráneo abierto a culatazos, acribillados por las balas o destrozados por las minas.
Cuando los buines llegan al “Este” y al “Ciudadela” Ilabaca observa que los del 3º y el 4º ya han tomado las trincheras, parapetos y fortines encadenados y defendidos entre sí que ascienden hasta Morro Gordo, y que se lanzan en el ataque final sobre la cumbre fortificada. Luego mira al norte, hacia la costa, y ve los fuertes “San José”, “Santa Rosa” y “Dos de Mayo” ardiendo, con sus cañones acallados, después que sus defensores hicieron explotar sus polvorines tras abandonarlos, y ya en poder de las tropas del “Lautaro”. El combate en toda su cruenta intensidad sólo continúa en la cumbre: allí se mata sin piedad.
En el “Ciudadela”, la bandera peruana ha sido arriada y en su lugar flamea la chilena.
En la cumbre del Morro se escuchan los toques llamando a cesar el fuego. La batalla, que parece haber concluido, de pronto se reinicia con un estruendoso chivateo y nuevas descargas tras hacer explosión en la cima uno de los poderosos cañones Vavasseur. Luego de unos minutos el fuego y los gritos cesan, y sólo, como emulando los últimos estertores, se escuchan disparos aislados en el pueblo, mientras la Caballería caza a sablazos a los fugitivos que tratan de escabullirse por entre las hondonadas del noreste. En la rada, el Monitor “Manco Capac” abre sus válvulas y se hunde en las aguas de Arica.
Ha aclarado y se inicia el día. La bandera de Chile ondea en el mástil de Morro izada por el Teniente Casimiro Ibáñez, por el Sargento José Roa y por el Soldado José Correa del 4º. Poco a poco comienzan a conocerse los dramáticos antecedentes ocurridos durante la batalla y a difundirse los nombres de los que han rendido la vida por la patria.
El “Bulnes”, desciende del cerro del este, se une al “Lautaro” y entran por el norte y por el poniente en la ciudad, mientras el “Buin” y los cazadores a caballo del Escuadrón del Capitán Novoa Gormaz lo hacen por el oriente, por la quebrada de Azapa. La orden es impedir los desmanes de la tropa enfurecida por la acción de las minas y por las explosiones de los polvorines del “Ciudadela” y del Morro activados después de la rendición, y los saqueos a las casas particulares y establecimientos comerciales de la población.
Los heridos, entretanto, son trasladados al Hospital San Juan de Dios y a las Ambulancias que los peruanos habían levantado a su alrededor, donde los Cirujanos del “Buin”, de “Cazadores” y del 3º de Línea, Francisco Ibarra, Emiliano Sierralta y Antonio Llansas y de los enfermeros Moisés Zúñiga, Pumarino, Herrera, Ismael Díaz y Manuel Suárez junto al escaso cuerpo médico trabaja sin parar, actividad a la que contribuyen con nobleza los médicos de los buques neutrales surtos en la bahía y, desde los primeros momentos, con especial dedicación y sin hacer distingos, el benévolo doctor Juan Kidd de nacionalidad boliviana. Luego vendrían los operativos para sepultar, incinerar o lanzar al mar a la enorme cantidad de muertos para evitar una epidemia. Los caídos en las laderas del este; en los fuertes, reductos y trincheras; son enterrados en una fosa común que se abre en la hondonada que separa las lomas Aniani y Chuño donde se alzan las ruinas aún humeantes de los fuertes “Ciudadela” y “Este”. Los que perecieron en el Morro se lanzan al mar y los que cayeron por el lado norte, en los fuertes de la Costa y en el poblado mismo, son incinerados.
Los soldados peruanos prisioneros son conducidos y recluidos en los cuarteles de la calle Matriz y de la Recova o San Francisco, a pocos pasos de la intersección de las calles San Marcos y La Merced, y a una cuadra de la casa del Coronel Bolognesi, destinada a Cuartel General por el enemigo, y los oficiales confinados en las dependencias de la Aduana de Arica, a la espera de ser trasladados, bajo la custodia del Mayor José de la Cruz Salvo, poco después en el vapor Limarí a Valparaíso y de ahí a San Bernardo, donde permanecerían cautivos por el resto de la guerra. Entre aquellos, por nombrar a algunos entre muchos más, cabe mencionar al ingeniero Teodoro Elmore, al Comandante Roque Saez Peña, al Comandante Manuel De La Torre, al Comandante Francisco Chocano, al Capitán Manuel Lira, al Subteniente Emilio Barredo, al Capitán Víctor Ocampo, al Capitán Manuel Vargas, al Capitán Federico Flores, al Capitán Guillermo Bello, al Capitán Isidoro Rebollat, a los Tenientes Manuel Márquez, Avelino León, Agustín Soto y los hermanos Manuel y Ernesto Anduvire, a los Subtenientes Germán Cevallos, Ricardo Salazar, Emilio Roberts, Augusto Smith, Manuel Ramírez, Juan Maldonado, Cipriano Piato, Manuel Lagos, Antonio del Pozo, Manuel Portocarrero, Gavino Molina, Ruperto Ordenes, Emilio Brito, Andrés Medina, Enrique Cuadros, Francisco Seguín y Manuel Rivadeneira.
La Caballería, bajo el mando único del Comandante Rafael Vargas, recibe la orden de acampar en los pastizales en el valle de Lluta, al norte de la ciudad, y al sur, en el valle de Azapa. Una Brigada de Artillería lo debe hacer en el puerto de Arica, en el recinto de la Aduana.
Para Ilabaca y sus camaradas de “Cazadores” la jornada del asalto y toma del Morro había sido especialmente desastrosa. A las heridas recibidas por “Pancho” Ahumada y por Martín Bravo en el “Ciudadela” se había sumado la de Genaro Alemparte, la del “Maucho” Meza y las de Alberto De La Cruz, bandeados en las laderas, cerca de Morro Gordo. La herida recibida por Ahumada era grave y lo mantuvo, a cuatro días de la batalla, en un estado febril delirante, y las recibidas por Alberto De La Cruz no dejaban de ser menos, pues había sido alcanzado en las dos piernas.
- Mañana dicen que parte el “Loa” con los heridos más graves a Valparaíso – comentó el “gringo” Harrington que, siempre informado de todo lo que sucedía, acostumbraba a traer noticias frescas.
- De seguro que se llevarán a “Pancho” – arguyó Froilán, mientras se acomodaba para el rancho del mediodía.
- A “Pancho” y a Alberto – aclaró el “gringo” -. Por una parte, felices ellos que regresan vivos a la patria – agregó.
- Más que felices, afortunados, diría yo – corrigió Ilabaca, y luego de una pausa añadió -. Lamentable lo de mí Mayor Henríquez.
- ¿El del “Buin”? – preguntó Juvenal, que se había mantenido en silencio.
- ¡Sí! Pero se trata de José, el hermano, era Sargento en el 3º – respondió Ilabaca -. Murió destrozado en la explosión del “Ciudadela”.
- En la explosión murió, también, el “chino” Poblete. El dinamitazo le arrancó la cabeza de cuajo cuando arriaba la bandera peruana – contó Harrington.
- ¿De la compañía de mí Capitán Chacón? – inquirió Froilán.
- ¡No! Lo confundes con el Teniente Riquelme – contestó el “gringo”.
- Chacón también murió en el asalto al “Ciudadela”....Fue uno de los primeros en caer – murmuró Juvenal quedamente.
- ¿Qué pasa amigo? – le preguntó Ilabaca a Juvenal, ignorando el trato militar, al ver a su camarada tan melancólico.
- La muerte de mí pobre hermano Emilio me ha hecho pensar en lo injusto de la vida, “don Poli”: Emilio, Ricardo Olguín, Torreblanca, el “chino” Poblete, Chacón, Melitón y Gualterio Martínez, y cuántos más en plena juventud se han ido............ ¡Y cuántos más faltan aún! – se quejó Juvenal.
- Ellos, sólo partieron antes. Luego, partiremos nosotros tras ellos, mí amigo, cuando nos llegue la hora: Ni antes ni después – replicó Ilabaca, acentuando las palabras y en un tono sentencioso.
La tristeza, sin embargo, duró poco. La guerra había fortalecido los espíritus de aquellos guerreros y les había creado la convicción que mientras estuviesen inmersos en ella no podían hacer planes para el futuro ni permanecer lamentándose por el pasado. La vida era, en aquellas circunstancias, sólo presente.
Había comenzado el mes de julio, y la noche anterior del primer domingo el doctor Peña se había encargado con personal de las Ambulancias de exhumar los cadáveres de los jefes peruanos, Coronel Francisco Bolognesi y Capitán de Fragata Juan Guillermo Moore, de las tumbas en que habían sido sepultados en la iglesia de San Marcos y de ponerlos en féretros de madera para que el buque de transporte “Limeña”, que había arribado, por petición de la Cruz Roja y con salvoconducto otorgado por el Almirante Galvarino Riveros, a la rada de Arica con el fin de recoger a los soldados aliados heridos en las últimas batallas, junto a algunas religiosas de Tacna y familias ariqueñas que habían quedado desamparadas, los trasladara hasta el Callao.
Ilabaca, el “gringo” Harrington, Juvenal Calderón y Froilán Muñoz, que con puerta franca habían concurrido a la ciudad con el propósito de almorzar en el hotel “Colón”, que había reabierto sus puertas y era visita obligada de los oficiales chilenos, se encontraron, después de visitar a los heridos en el Hospital San Juan de Dios, con un batallón de infantería formado como parte del ceremonial dispuesto por las autoridades chilenas para la repatriación de los restos de los jefes enemigos, en el preciso momento en que los catafalcos salían desde la iglesia en los hombros de soldados chilenos y el cortejo, después que las tropas rindieron honores, dispararon las salvas de reglamento y que un corneta tocara silencio, acompañado por los sones de marchas fúnebres interpretadas por una banda militar, iniciara solemnemente el recorrido hasta el muelle.
- Un justo homenaje – dijo, acercándose al grupo, Nicolás Opazo a sus camaradas -, pero me habría gustado que se le hubiese tributado, también, al Coronel que defendió el “Ciudadela”.
- Dicen que era bravo el compadrito – acotó Froilán.
- Bravo entre los bravos diría yo – respondió Opazo.
- ¿Andas con el “Rofi”? – preguntó Ilabaca.
- No, “don Poli”, se quedó en el campamento. Tenía unas cartas que escribir.... Parece que la Anita María, la primita de Alberto De La Cruz, le trae revuelto el corazón – respondió riendo Opazo. Abel sabía, desde que partieron para la Araucanía, del romance del “Rofi” con Ana María, pero no dijo nada.
- Y ese bravo entre los bravos, ¿cómo se llamaba? – preguntó Juvenal.
- Justo Arias Aragón – contestó Opazo.
- ... Aragués – corrigió Abel.
- Eso es: Justo Arias Aragués – corroboró Opazo, y añadió -. Murió peleando el “cholito”, vivando al Perú. No quiso rendirse, y como nos mandó al carajo, hubo que voltiarlo, pero antes le partió el cráneo a un tercerino de un hachazo.
- Eso pasa por confiarse de éstos “cholos” – afirmó Juvenal.
- En todo caso, valiente el Coronel: El Subteniente Ricardo Jara guardó la espada como trofeo de guerra.
- Bueno – dijo Juvenal -: ¡Basta de tanto parloteo, que las tripas me están sonando! ¿Nos vamos al “Colón”?
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