lunes, 26 de abril de 2010

CARTA DEL BGL JAIME NÚÑEZ CABRERA


domingo, 25 de abril de 2010

PORTADAS DE PRENSA

En ENLACES hemos incluido "PORTADAS DE PRENSA" donde, con sólo pinchar, se pueden ver a diario las portadas y leer los diarios de todo el mundo.

jueves, 22 de abril de 2010

ANÉCDOTAS

A FALTA DE MATERIAL Y A LA ESPERA DEL APOYO DE MIS CAMARADAS QUE ME HAN PROMETIDO COLABORACIÓN, LOS ABURRIRÉ CON TRES ANÉCDOTAS RECOPILADAS GRACIAS A LOS OFICIOS DE OTROS CAMARADAS QUE ME MOTIVARON A INCLUIRLAS EN EL LIBRO "¡EN GUARDIA!".
A CONTINUACIÓN LES TRANSCRIBO LAS SIGUIENTES:
- ¡DE CANTO, RENATO, DE CANTO!, CHASCARRO CUYO PROTAGONISTA ME ASEGURAN QUE ALCANZÓ EL GENERALATO.
- 10 GRADOS AL SUR, ANÉCDOTA NAVAL. Y
- EL CABO LAUTARO", OCURRIDA DURANTE LA GUERRA DEL PACÍFICO.

¡DE CANTO, RENATO, DE CANTO!

¡DE CANTO, RENATO, DE CANTO!

Dice, quién me lo contó, que la anécdota ocurrió allá por los últimos años de los sesenta del que ya es el pasado siglo XX, en una pequeña y aislada guarnición militar lejana de los centros turísticos civilizados, donde el cine, el teatro, las galerías de arte y los centros culturales tan en boga en aquellos tiempos caracterizados por los cambios revolucionarios en todos los campos exponían a consideración de un público agobiado por el esnobismo sus obras de avanzada.

Tales expresiones artísticas, como es de suponer, no alcanzaban a llegar a la guarnición en cuestión sita en un pueblo con apenas algunas de sus calles céntricas asfaltadas, que, pese a todos los avances, la modernidad aún hoy no logra avasallar.

El circo; pobre me refiero; aquél de los carromatos arrastrados por famélicos jamelgos, el de las carpas parchadas y de los saltimbanquis que circulan por las callejuelas repartiendo volantes impresos llamando a la función acompañados de un megáfono anunciando, con la voz típica del payaso, la presencia de artistas “mundialmente” conocidos y de números ejecutados por extrañas criaturas.

El espectáculo naturalmente reunía a toda la población, gran parte de la cual se repetía las funciones una y otra vez, y en las que no estaban ausentes los oficiales del regimiento dispuestos a asistir a todo evento que rompiera con la monotonía imperante que alargaba los días y los hacía iguales unos a otros, sin llegar a distinguir los laborales de los domingos y festivos.

El día del debut era especial, pues a la población se unía la presencia de las autoridades encabezadas por el Alcalde, el Comandante de la unidad militar, el Juez, el Comisario, el Notario, el Agente del Banco, el Cura párroco, el Director del Hospital y uno que otro hacendado de renombre de la zona, quiénes daban al suceso carácter oficial con su asistencia.

El espectáculo siempre era el tema recurrente de las conversaciones, tema que se prolongaba por largo tiempo, por lo común hasta que otro suceso venía a reemplazarlo. Sin embargo, en ésta ocasión el inesperado incidente que relataré aún se recuerda y saca sonrisas pese a los largos años transcurridos.

Fue al mediodía de un domingo soleado de un patriótico septiembre, de aquellos embanderados y un cielo cubierto de volantines multicolores, cuando el “señor Corales” salió a la pista y avanzó hasta el centro para anunciar que comenzaba la función.

El elenco desfiló haciendo mariguanzas y contorsiones durante la presentación y luego, en medio de los aplausos, vino el acto de los payasos, enseguida el de los trapecistas, el de tigres y leones desdentados, las acrobacias del elefante, hasta llegar al número principal: el del poderoso y hercúleo enano sobre cuya cabeza, estrellándola violentamente, se podía romper una tabla de una pulgada de espesor.

El enano hincó una rodilla en el centro del ruedo y, aparatosamente, recorrió con la mirada al público al tiempo que doblaba los brazos hacia arriba y hacía surgir músculos de sus bíceps. Un redoble de tambor, similar al que en otros tiempos anunciaba una ejecución, acompañó a un corpulento payaso cuando se acercó hasta el menudo personaje y levantó la tabla con las dos manos. El redoble del tambor se intensificó y de improviso cesó cuando la tabla centelleó y cayó sobre la cabeza del enano rompiéndose en dos partes: un estruendoso aplauso coronó el acto mientras el pequeño actor recorría el perímetro de la pista saludando aparatosamente al público que no cesaba de celebrar la actuación.

Tres veces se repitió esta parte de la función con el mismo éxito, hasta que el silencio invadió el recinto cuando el señor Corales invitó a alguien del público a romper una tabla en la cabeza del enano para comprobar que en el acto no había trampa.

En el palco principal, tras las autoridades, la oficialidad del regimiento participaba del espectáculo, y en la última fila los más jóvenes, tenientes y subtenientes, disfrutaban como tales. Renato, que con los años alcanzaría el rango de general, era uno de aquellos jóvenes: quizás el más entusiasta por su extrovertido carácter.

- ¡Renato! ¡Tú, Renato! – corearon de inmediato todos los oficiales subalternos.

- ¡Que salga Renato! – repetían con insistencia.

Renato se paró de su asiento, hizo festivamente una reverencia y bajó a saltos la escalinata para ingresar a la pista.

Todo la escena preliminar se repitió: el redoble del tambor, la tabla en el aire sostenida con las dos manos por Renato, el pequeño inclinado con una rodilla en tierra y el público en tensión, conteniendo el aliento, a la espera del golpe. Fue en el momento, cuando el redoble se acrecentó y luego se detuvo para que la tabla descendiera y golpeara la cabeza del enano, que una voz rompió el silencio previo al epílogo: - ¡De canto, Renato! ¡De canto!

Y Renato, en la fracción de segundos que precede al golpe, giró en el aire la tabla y la dejó caer con fuerza, de canto, sobre la cabeza del diminuto personaje.

Como se comprenderá fue necesario dar por terminada la función mientras en una ambulancia rápidamente solicitada, escoltada por un furgón de Carabineros, el enano con una profunda herida abierta en su cabeza, de la que emanaba abundante sangre, era conducido velozmente al hospital.

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DIEZ GRADOS AL SUR

DIEZ GRADOS AL SUR.

En medio de la noche tormentosa la proa del buque hendía las olas que se alzaban gigantescas barriendo con sus aguas la cubierta. En el puente de mando el Capitán entrecerraba los ojos tratando inútilmente de escudriñar en la oscuridad, sin lograr ver nada más que una luz que, a cierta distancia, aparecía y desaparecía con intermitencia.

- ¡Es un buque que avanza hacia nosotros! – exclamó, inquietando a los oficiales y marineros que le rodeaban.

- ¡Ordene a esa nave por medio del semáforo que cambie su rumbo diez grados al sur! – dispuso, dirigiéndose al subteniente a cargo de las comunicaciones.

- ¡Sí, señor! – respondió el oficial, procediendo de inmediato a cumplir la orden.

- ¡Cambie usted el rumbo diez grados al norte! – fue la respuesta que no tardó en llegar.

- ¡Insista, Teniente! – ordenó el Capitán -.¡Y hágale saber que habla el Comandante!

- ¡Soy Marinero Primero! ¡Vire usted diez grados al norte! – fue la respuesta que el teniente recibió, tras un momento de vacilación.

A esta altura, y viendo que la distancia se acortaba, el Capitán, indignado, arrebató el semáforo al teniente y trasmitió en forma terminante.

- ¡Este es un buque de guerra, Marinero, y habla el Comandante! ¡Cambie de inmediato el rumbo diez grados al sur! ¡Es una orden!

- ¡Este es un faro, señor! ¡Cambie usted su rumbo diez grados al norte! – fue la respuesta que dio por finalizado el intercambio de mensajes y que dibujó una sonrisa en los rostros de los oficiales y tripulantes que estaban en el puente de mando.

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EL CABO LAUTARO

EL CABO LAUTARO.

Tanta, o más importancia que los hechos de armas, tienen en la guerra las vivencias diarias del guerrero. Es allí donde se teje la moral y el espíritu de cuerpo y combativo de las tropas, y donde surgen los sentimientos que fortalecen esos lazos eternos que unen a los combatientes.

Fue en la estación de Lima, cuando la tropa del regimiento se embarcó con destino a la sierra de Junín, que el Cabo Lautaro desapareció misteriosamente, lo que fue interpretado por los soldados como un signo de mal augurio, sembrando entre las cantineras, donde destacaba la esposa embarazada de un Sargento, las semillas de negros pensamientos.

Cuatro días tardó el ferrocarril en cubrir los más de cien kilómetros antes de arribar a la estación de Matucana, tiempo durante el cual se tejieron todo tipo de especulaciones sobre la extraña desaparición del Cabo.

Sin embargo, cuando ya el vivac estuvo instalado y la tropa descansaba, la aparición de una figura inconfundible que apareció en lontananza avanzando a tranco lento por la vía férrea alertó al campamento: sucio, flaco, sediento, cubierto de heridas, después de recorrer los cien kilómetros, y de buscar de pueblo en pueblo, irrumpió, en medio de la alegría de sus amos, el Cabo Lautaro, un hermoso mastín, mascota de la unidad.

Lautaro, nombre del regimiento al que había acompañado desde su fundación en Quillota y con el que había sido bautizado, había ganado sus jinetas de Cabo cuando cazó un zorro antes de comenzar la batalla del Campo de la Alianza, donde cayó herido alcanzado por una bala loca.

Pero...., los reglamentos son los reglamentos y, después de curarle las heridas recibidas en el trayecto desde Lima y de recobrar sus energías tras ser alimentado, el Cabo Lautaro fue arrestado, conducido hasta un calabozo habilitado y sometido sumariamente a una Corte Marcial, siguiendo todos los procedimientos de rigor, acusado de deserción.

El fiscal, como es usual en situación de guerra, pidió, mientras se paseaba con el ceño adusto y las manos entrelazadas en la espalda bajo la carpa donde funcionaba el tribunal, la pena de muerte para el acusado, en tanto el defensor intentaba conmover a los vocales aduciendo, como atenuantes del delito, el prolongado acuartelamiento en la capital peruana y la seducción que ejercían sobre las tropas las hermosas limeñas de ojos verdes.

Finalmente, tras algunas conversaciones en susurros entre los miembros del tribunal castrense, los argumentos de la defensa fueron acogidos, y la pena de muerte pedida por el fiscal fue cambiada por la degradación de Cabo a Soldado raso del acusado, a la aplicación de cincuenta varillazos conmutables por miles de caricias y por el regalo de una “tumba” suculenta, en medio del regocijo general de sus camaradas.

Con el tiempo, y gracias a sus múltiples hazañas en la sierra peruana, Lautaro recuperaría sus jinetas y sobreviviría a la guerra.

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CURSO MILITAR 1965

Fotografía del Curso Militar 1965 en las gradas del Pabellón 30. Si la copian y la pasan al programa "PICASA" pueden ampliarla y tratar de reconocerse como nos veíamos cuando éramos jóvenes.